miércoles, 15 de julio de 2015

Germán Patiño, Helena Araujo y Oscar Collazos. La triste pérdida de amigos. Por ARMANDO ROMERO

.

Publican y difunden 
NTC … Nos Topamos Con 
..


.
De: ARMANDO ROMERO *
Fecha: 10 de julio de 2015, 19:32
 Asunto: de Armando. Textos.
Germán Patiño, Helena Araujo y Oscar Collazos

Para: ntcgra@gmail.com
Mis queridos Gabriel,  María Isabel y amigos de NTC ...
Les adjunto una carta con mis pequeños balbuceos ante la triste pérdida de amigos que hemos tenido este año. 
Por otro correo les envié dos fotos.
Mil abrazos, 

Armando



-
Cincinnati, Julio 10 de 2015


Mis queridos María Isabel, Gabriel y amigos de NTC ...


Espero estas palabras me sirvan para salir un poco del atronador silencio que me ha invadido este año por la pérdida de tan buenos amigos del corazón. Cada una de estas ausencias es irremplazable para todos nosotros, es más, su falta me plantea la necesidad de ver la vida desde otra esquina, con un grado de desolación y amargura que sólo se balancea por el cariño de los que me quedan, por la llegada de mi nuevo nieto, por la dulzura y la solidaridad de mis amigos, María Isabel y tú entre ellos con su hermoso trabajo de tenernos juntos, de mantenernos eternos en tus páginas de NTC … . Quisiera, entonces,  hablarles un momento de Germán Patiño, de Helena Araujo y de Oscar Collazos.
***
Conocí a Germán Patiño gracias a mi buen amigo Erney Rojas, y desde ese instante, expuestos al sol de una tarde en Cali comprendí que estaba frente a alguien con quien iba a dialogar siempre, alguien que desde ya era amigo porque comprendía no sólo las claves de la amistad sino el significado y propósito de mi trabajo literario, vital, ya que en Germán esos mismos elementos sembraban su vida y lo convertían en un gran compañero de viaje, que podía estar conmigo tanto en Chicago como en Cajambre, desde los mataderos de Upton Sinclair hasta los “alabaos” de Playitas. Sus palabras escritas sobre mis libros, que agradeceré siempre, muestran uno de los más altos grados de comprensión que he recibido de los que allí en Cali son mis amigos, y por supuesto, ustedes a su lado, mis queridos María Isabel y  Gabriel. Sin embargo, más allá de esto, lo que me conmovía profundamente  en Germán era su sinceridad, su honestidad y valentía. No es fácil tener el coraje para decir sin tapujos lo que pensamos allí en esa nuestra tierra de tanto sol pero a la vez de tanta sombra. Germán era claridad, transparencia, así quieran los dioses mantenerlo siempre al lado de los que saben que el amor no tiene máscaras.
***
Una de las tareas más dignas del escritor es poder reconocer con la agudeza que trae el ejercicio creativo, la grandeza de sus congéneres, y así poder calibrar con justicia su valor y aporte a los otros seres humanos, no importa que sean sus lectores o no. Digo esto con mis pensamientos dirigidos hoy hacia una intelectual y escritora que ha estado presente en mi vida literaria desde que era, éramos, jóvenes. Recuerdo en la década del 60, cuando mis días se iban entre un deambular por calles, estudios y trabajos en esa mi ciudad de Cali, y un arrastrar hacia todo lugar los libros que iban formando mi vida, iluminándola. Y así, desde ese ángulo provinciano, de escritor pobre, empecé a oír el nombre de Helena Araujo, quien se destacaba en los periódicos capitalinos como una de las escritoras colombianas que marcaban un nuevo despertar del país frente a la presencia de la mujer como intelectual, como fuerza creativa. No eran muchas, a la verdad, pero escritoras como Fanny Buitrago, Albalucía Ángel, Marvel Moreno, entre otras, ya estaban empezando a publicar cuentos y novelas junto a ella, a traer a Colombia por fin ese aire de salud y de belleza que es la literatura escrita por mujeres.
Debo reiterar que Helena Araujo representaba para mí ese mundo inalcanzable que viene ligado a los apellidos distinguidos social y políticamente en el país, y que era el centro regidor de la cultura nacional.
Hija de un reconocido político liberal y diplomático colombiano, Helena verá marcada su infancia y adolescencia por múltiples viajes al exterior, estudios en colegios y universidades norteamericanos, vida en elegantes barrios de Bogotá, esposa y madre recipiendaria de los beneficios de la alta clase social del país. Podríamos señalar, dentro de los marcos de lo convencional, que allí están todos los elementos que conforman la llamada felicidad burguesa. Pero un buen día ella dice no y rompe con todos los nexos que la ataban al país.
Mi infancia y adolescencia, muy por lo contrario, estuvieron signadas por la pobreza, por el enclaustramiento en barrios polvorosos, que cuando llegaban a más era para convertirse en barrios de clase media baja. Mis estudios se hacen en escuelas y colegios públicos, y se puede decir que recibía como premio todos los maleficios de la clase baja: hambre, violencia, persecuciones políticas, y aunque mi padre era liberal, el ser pobre lo condenaba a ser perseguido por los conservadores. Estaban allí en mi infancia los ingredientes que impulsan violencia contra la violencia, rechazo, rabia, odio. Por eso se me hizo necesario salir corriendo un día, no volver.
Una comparación rápida de estas dos respuestas que confluyen en el exilio permite pensar que mi salida del país se hace comprensible, fácil de entender;  no así la de Helena Araujo, aparentemente más difícil. No obstante, si uno examina la realidad política y social colombiana puede constatar que responden a una situación de paralelas convergentes en un punto de fuga común.
Ya fuese en Madrid donde nos conocimos, al lado de Rafael Gutiérrez Girardot y R. H. Moreno Durán, otros dos constructores en el exilio de lo que es grande en Colombia, o en Cincinnati donde nos vimos la última vez, esa realidad de confluencia siempre nos invadió. “Nunca más volveré a Colombia, no pondré nunca allí de nuevo mis pies”, me dijo Helena, y yo comprendí que no era Colombia lo que ella negaba sino su propia clase social, de la cual había visto su lado más oscuro, aquel que genera la violencia que nos ha invadido por tantos años. No pude decir lo mismo, mi ausencia del país no era así de definitiva, y sin embargo comprendí que para mí también había un exilio permanente, que a pesar de volver ya no volvería, y que así como sentía Helena, también en mí había muerto algo que me llamaba a no estar. Yo no negaba mi clase social, ¿cómo negar a esa fila inmensa de hermosos rostros carcomidos por la pobreza y la violencia que acompañaron mi infancia? Mi distancia estaba marcada por la misma clase social que espantó a Helena de Colombia, y que de una u otra manera nos sigue espantando hoy en día. Helena me hace mucha falta, mis queridos María Isabel y  Gabriel. Ella me había escrito en diciembre, yo acababa de hablar con ella al teléfono. “Me he mudado a un nuevo apartamento y en este momento que me llamas pongo en la pared el anuncio de mi conferencia en Cincinnati”, me dijo. Lejos, lejos, estamos, estábamos, pero siempre allá, en alguna calle de Cali o Bogotá, a pesar de todo.

***
Mi tristeza se va de nuevo conmigo a mi infancia de aprendiz de escritor, a mis días con los libros de Camus y Sartre bajo el brazo, por el Café Colombia en Cali, por la Plaza de Caycedo, por la Librería Nacional, por la carrera cuarta y el Palacio Nacional, por el Café Bemoka y el Gambrinus, por el sabor a ajedrez y café con aguardiente (estilo Gurdjieff) en la Academia, y allí, caminando siempre con una franca y hermosa sonrisa, sencillo y altivo a la vez, amoroso y firme en sus palabras, en sus ideas, veo a Oscar Collazos, el amigo, el escritor.  Cómo no verlo así hoy que tan brutalmente nos golpea su ausencia, cómo no traerlo y dejarlo así para siempre.
El mundo del nadaísmo no era propiamente dicho un mundo de escritores. Era más bien una gran algarabía de poetas alucinados y alucinantes con sus palabras. Oscar, indudablemente anexo a los grupos de izquierda, admirador de Gramsci y de la Revolución Cubana, difería completamente de la constante “mamadera de gallo” que mantenía el nadaísmo como grito, o mejor dicho, carcajada de guerra.  Y tal vez una de las cosas que lo molestaban más era el coqueteo de algunos nadaístas con la Revolución, ya que presentía falta de sinceridad en este gesto. Yo era un muchacho bastante tímido, un tanto silencioso, aunque sí claro y elocuente en mi desconfianza de la política en general, ya fuera diestra o siniestra. Pero me encantaba en Oscar ver al escritor, ese personaje que atraía mi imaginación desde pequeño. Entonces lo visitaba en su apartamento cerca del teatro Jorge Isaacs o nos encontrábamos para tomar un café en los bares del centro de la ciudad. Y hablábamos de literatura. Ya para ese entonces su conocimiento de la literatura francesa era magnífico, así como la norteamericana. Sus cuentos, que yo leía en los periódicos, tenían ese contenido social que me distanciaba, pero estaban escritos por alguien que era un escritor en serio, como yo también quería ser.  Oscar fue, pues, desde ese ángulo de lo literario, un modelo para mí, como también lo fueron, desde el punto de vista creativo, Jaime Jaramillo Escobar y Jotamario.
En medio de esa temporada en los “séptimos cielos” de Cali,  de pronto dejé de ver a Oscar y en eso se irían los años. No recuerdo si fue porque él ya se había ido o porque yo ya no estaba. Aunque con marcadas diferencias el exilio nos llamaba, yo vagando con mochila al hombro por las rutas de una América Latina con olor a seviche y a pisco, Oscar de seguro alentando la lucha por crear una utopía en esa misma Latinoamérica ahora con olor a ron o a “mojito”. Noticias me llegaban de él de sus diálogos con Cortázar o Vargas Llosa mientras yo me encaramaba en las pirámides aztecas para ver la vida enmarcada en sus cuatro ángulos. Y no era la distancia o las ideologías o las estéticas las que nos distanciaban, era la realidad que habíamos construido de manera diferente para que respondiera al tropel de nuestras búsquedas, de nuestras necesidades.
Un día de esos que van en los años nos encontramos en Cali, en el café de los turcos precisamente. Celebramos el encuentro con buenos aguardientes al lado de los “sospechosos de siempre”, hermanos en el beber y cantar. Oscar recordaba nuestros días pasados y en un momento me dijo, “Vos estabas escribiendo un libro que tenía un título que yo siempre hubiera querido para uno de mis libros”. “¿Te acordás como se llamaba?”, le pregunté. “22 Revoluciones por minuto”, respondió. “Sí, le dije recordando esos enmarañados poemas, nunca lo publiqué. Desapareció.” “Qué lástima”, dijo, y vi en sus ojos todo ese afecto que venía de su ser generoso y vivaz.
Esta misma realidad que ahora me golpea tanto al saber en este momento que Oscar no está aquí para verlo y charlar con él por Skype desde su paraíso en Cartagena, hizo que me convirtiera de vagabundo mochilero en un catedrático de la universidad de Cincinnati, con títulos y honores. Una vez que se me acabó América Latina no me quedó más recurso que ver al Norte, y allí encontrar un nicho para el amor y el tiempo para escribir. Mucho habrá que decir de esto, pero si algo le debo agradecer a esta Academia es que un día me dio una de las más grandes felicidades en mi vida, y fue poder invitar a Oscar para que me acompañara, junto con un grupo excelente de estudiantes graduados (muchos de ellos impulsados a venir a Cincinnati gracias al incansable gran poeta Rafael del Castillo), en un seminario sobre narrativa latinoamericana, en mayo y junio de 2012.


Y allí estaba Oscar un día de primavera en el aeropuerto de Cincinnati, al lado de Jimena, su esposa, su ángel guardián, diosa en su ser vivo, luz que sólo alguien como Oscar merece que lo ilumine. Qué días para ser bellos fueron esos, qué alegría se nos vino encima dialogando, bebiendo de los mejores vinos espumosos, viajando por las carreteras, Oscar dándoles a los estudiantes con la bondad de su mano la sabiduría de una vida vivida para hacer que sus seres hermanos florezcan gracias a la literatura, al amor que de ella se desprende. Ya las diferencias habían desaparecido, el distanciamiento ideológico se convertía ahora en una cercanía concreta, presente. El vivir nos había permitido dar una vuelta para comprobar que seguíamos siendo ese par de muchachos que dialogaban en Cali, que compartían el gusto por Christiane Rochefort, por Marguerite Duras y por todos los otros.

No es mucho más lo que pueda agregar, mis queridos María Isabel y Gabriel, los dedos, en vez de ir a las teclas vienen a mi rostro, y comprendo que el silencio se torna en lágrimas por los amigos. He leído las hermosas y profundas palabras de Jotamario recordando a Oscar, acompañándolo en todo momento, a él, a Jimena, y presiento que no puedo más decir. Gracias, poeta querido, a María Isabel,  a ti.

Publican y difunden 
NTC … Nos Topamos Con 
..


.