miércoles, 25 de marzo de 2009

VIOLENCIA E HISTORIA. Por Víctor Paz Otero

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Primer Premio a la mejor Novela Histórica en Lengua Hispana
y el Segundo Premio a la Mejor Biografía en Lengua Hispana
Del 12TH ANNUAL INTERNATIONAL LATINO BOOK AWARDS (mayo 25, 2010)
http://adrianadominguez.blogspot.com/2010/05/12th-annual-international-latino-book.html
http://www.box.net/shared/8nqc287g0p , http://lbff.us/latino-book-awards

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Actualización al 12 de Agosto de 2009.
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LAS PENUMBRAS DEL GENERAL*
Vida y muerte de Francisco de Paula Santander*
Víctor Paz Otero*
http://www.villegaseditores.com/libro.html?isbn=9589253654&bzq=activos
prensa@villegaseditores.com
VILLEGAS EDITORES PRESENTARÁ LA NOVEDADES EN LA 22a FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO BOGOTA , Agosto 12 al 23 de 2009

Un controversial libro construido con la mayor rigurosidad investigativa y un gran soporte documental que nos revela una faceta desconocida de este personaje histórico. Nuevos hechos y actores inesperados conforman el develado perfil de Francisco de Paula Santander, que nos enseña Víctor Paz Otero.
La realidad resulta bastante diferente al imaginario que especialmente los colombianos, tenemos del prócer, pues página a página encontramos desconcertantes descripciones de su carácter que invitan a reflexionar sobre las personalidades que actúan en la vida política en Colombia.
Año de publicación: Agosto 2009 . Número de páginas: 416
Peso: 1 Kgs. Formato: 16.5 x 23 cms. ISBN: 9589253654. Precio en dólares: USD $25. Precio en pesos: COP $ 49,000
http://www.villegaseditores.com/libro.html?isbn=9589253654&bzq=activos Allí se puede adquirir por internet.
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· * Texto sobre el libro y un capítulo enseguida : NTC … Documentos, miércoles 25 de marzo de 2009
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VIOLENCIA E HISTORIA
Por Víctor Paz Otero
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Texto leído el 21 de Marzo, 2009 en
Encuentro Anual de Confraternidad Médica Nacional. No.19


FUNDACIÓN HUMANISMO Y MEDICINA

HAMBRE y VIOLENCIA

La Espiral del Miedo Ambiente

ADOLFO VERA DELGADO, MD, HFACP, DIRECTOR-GESTOR y PAKIKO ORDOÑEZ Codirector

20 y 21 de Marzo de 2009. Cali. Hotel Intercontinental
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Enlaces a conferencias de otros participantes, ver numeral 1.- de


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Víctor Paz Otero interviene.
Fotografía: María Isabel Casas de NTC …

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Tomada de la solapa 2 del libro: La otra agonía. La pasión de Manuela Sáenz
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VIOLENCIA E HISTORIA


Agradecemos al autor habernos proporcionado el texto y la autorización para publicarlo.

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Ni el impudor más osado, ni la imaginación más “demenciada”, asumiría el reto y el riesgo de hablar en una conferencia de media hora sobre el tema que nos convoca: violencia e historia. Sin embargo, el título de un libro luminoso y magistral, La historia universal de la infamia, podría con lacónica profundidad reunir los elementos esenciales y básicos que relacionan esos dos universos.

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Por mi parte, y suponiendo que la amable invitación que se me ha hecho para participar en este selecto y sugerente foro se origina en que mi obra de escritor se ha ocupado, en los últimos años, de explorar los movedizos, espinosos y de por sí polémicos territorios de la novela histórica, deseo esta tarde realizar una breve reflexión sobre uno de los capítulos regionales de esa historia universal ya nombrada, para corroborar con estupor y con los más incuestionables fundamentos históricos, que ya viene siendo antiguo, sofisticado y de excelencia el aporte que en crueldad, mentira y simulación hemos podido agregar en Colombia a esa universal infamia.


Hablaré de una novela que, próxima a salir, también bajo el sello de Villegas Editores, se ocupa en extenso, y a veces hasta de forma minuciosa, de un personaje que es una especie de oscura categoría histórica, a la que se vinculan no pocas de las truculencias y de las turbulencias, de las simulaciones y los engaños que han caracterizado y martirizado nuestro errático transitar por los caminos de la historia. Esos caminos que uno a veces tiene la íntima convicción de sospechar que no nos han conducido a ninguna parte. Ese personaje llámase don Francisco de Paula Santander y Omaña; y esa novela, Las penumbras del general, aun cuando, hasta el último momento, me acosó la tentación de agregarle un subtítulo:
El abominable Hombre de las Leyes.


Pero antes de echar para adelante – o para atrás – una breve referencia hacia el tipo de emociones o de afectos, de rechazos o simpatías, que provoca en uno como escritor la imagen de un personaje o la magia de un tema sobre el cual quiere ocuparse. El escritor, y por supuesto hablo a título personal - en yo sostenido para ser más preciso - no escribe para esconder o mitigar sentimientos; a veces inclusive ese verbo escribir demanda potencializar emociones, exige en lo posible exacerbar y hacer conscientes las neurosis y hasta volver explosivos los sentimientos. No se escribe para diseñar o fundamentar una fría y distante ecuación matemática. Escribimos con lo que tenemos o con lo que sospechamos que somos. Acto vital y total, la escritura impone como una necesidad de vomitar ser en cada sílaba.


Por eso cabe aquí esta aclaración: la novela histórica, que no es en estricto sentido un acto febricitante de imaginación ni de creación pura, impone unos límites y unas restricciones que por lo general uno acaba aceptando para no tergiversar o desvirtuar eso que a veces de manera pomposa se llama el hecho histórico. Cuando se desea hacer novela histórica, o biografía histórica, o biografía novelada, uno no puede hacer diatriba ni panfleto para exorcizar demonios morales o políticos, a costa del indefenso personaje. Creo pertinente la aclaración, pues mi inicial referencia al personaje ha dejado salir a flote el rumor de mis muchas antipatías. Pero esas antipatías, por más poderosas que sean y por más en crescendo que vayan, en la medida en que conozco al falso héroe nacional - como lo denominaba Fernando González - no alteran, ni inventan, ni distorsionan los hechos objetivos que se anudan y nos convierten a Santander en un auténtico héroe de pacotilla y en un atrabiliario abogado, que supuestamente amó la ley para poder violarla con mayores complacencias.


No creo que sea legítimo hablar de una verdad literaria en el mismo sentido en que se habla de una verdad científica. La literatura no es un arte de demostración. La verdad literaria, si la hubiese, tendría que nacer y configurarse sólo a partir de sus propios e intransferibles elementos estéticos. “Oh, poetas, no cantéis la rosa, hacedla florecer en el poema”. Por limitación, por imposición de elementos a veces extraliterarios, la llamada novela histórica acepta una especie de reglas de juego. Maneja y se ocupa, si se quiere, de “datos” que no se pueden adulterar alegremente. Exige, sin duda, un necesario componente de sólida y seria investigación. Tiene algo de ese dudoso calificativo de “cientificidad”, con la cual se regodea el conocimiento contemporáneo. Pero la novela histórica en sí misma no se proyecta como una empresa destinada a la “producción de conocimiento histórico”. Tiene más de interpretación, de recreación; pone en juego elementos y situaciones que sin duda pueden ser punto de partida para nuevas reinterpretaciones de todo orden sobre el pasado y el presente; y quiere - e insisto en eso, pues es mi punto de vista personal – ser una aproximación hipotética y hasta pasional sobre nuevas lecturas acerca de nuestra tragedia histórica.

Hablo de Santander, porque bien vivo que está en medio de nosotros. Vivo y actuante por una multiplicidad de elementos que reproducen su presencia histórica en medio de nuestro drama. Porque es evidente y reconocible que los colombianos, y mucho más los que pertenecen a las generaciones pasadas, podemos percibir – aun cuando con equívoca claridad – que el santanderismo cristaliza y evoca un elemento de referencia importante y significativo en la trama incierta de nuestro tejido histórico. Se trata de un extraño concepto que globaliza significados diversos, y no muy halagadores, que le conceden sabor diferenciado y distintivo al proceso sociocultural y político que hemos traumáticamente recorrido en nuestro maltrecho ciclo republicano y democrático.

El santanderismo nos remite al legalismo, pero ese legalismo, que evoca y que rescata, qué lejos está de prefigurar una legalidad con validez y con legitimidad para dar soporte real y racional al andamiaje jurídico que regula los componentes de nuestro asimétrico y vulnerable contrato social. Es un legalismo de sólo frondosas y precarias apariencias, que acaba sancionando el irónico y doloroso triunfo de la palabrería y la casuística sobre la solidez y el esplendor de los conceptos. Sin embargo, ese legalismo sin sustancia ha servido, a lo largo de muchos años, para fabricar y sostener una tradición igualmente falsa y desdibujada de que somos una nación que respeta y acata el imperio de la ley. Con él hemos alimentado esa otra ficción desventurada de que ese supuesto amor a las leyes nos ha salvaguardado de caer en los horrores dictatoriales que han padecido otras naciones del continente, y que la “democracia más antigua de América” tiene como auténtico y esclarecido sello de orgullo el haber sido engendrada bajo la tutela de ese prócer, al que tantos bronces se le han levantado: don Francisco de Paula.


<--- Solapa 2 del libro: La otra agonía. La pasión de Manuela Sáenz (Click sobre las imágenes para ampliarlas y hacerlas legibles. Click en "Atrás" en la barra para regresar al aquí)


¿Será verdad tanta belleza? ¿Quién, en efecto, podría poner en duda la impresionante y exuberante cosecha de leyes que nos aplastan, nos enredan y, sobre todo nos obstaculizan, para encontrar alguna solución válida para tantos y agobiantes problemas que han acabado sacrificando la verdadera existencia de una democracia real? ¿Acaso eso no configura un triunfo totalitario de la mentira, de la simulación y la retórica sobre la elocuente y terrible realidad de los hechos sociales, que cotidianamente proclaman que esa democracia nuestra es el derecho amenazante de la desigualdad, de la exclusión, de la miseria y sus violencias?

Pero nos hemos acostumbrado, con virtuosismo además, a ese tipo de solución supersticiosa y fetichista de reemplazar soluciones por legislaciones. A la incontenible ferocidad de nuestros conflictos sociales, por lo general respondemos con el oropel de una ley cargada de preciosismos inútiles. Así se alivia nuestra conciencia histórica. Así se aplaza la respuesta verdadera y se le rinde culto a la ejemplar tradición jurídica que fundó un hombre que convirtió el encubrimiento en la forma habitual de escapar de manera “legal” a sus propias prácticas del delito.


No ha estado nunca solo el venerable señor Santander en este empeño, ya secular, de crear y consolidar un estilo y un procedimiento para convertir las faenas del Gobierno e imprimirle a las orientaciones del Estado ese carácter de argucia y de artificio. Todo un partido político, que se acoge a su discutible e incierta paternidad; todo un grupo de historiadores y académicos; toda una cauda bien nutrida de beneficiarios de ese sistema, que por supuesto engendra y dispensa privilegios para muchos, se han encargado, de buena o de mala fe, con conocimiento o por medio de la falsificación histórica, de levantarnos bien alto el pedestal del Hombre de las Leyes.


Por eso mismo es imperativo reconocer que el fenómeno que se anuda a su significación como hombre público, tiene importancia y relevancia en nuestro discurrir histórico. El mito de Santander, como lo designó uno de sus cáusticos impugnadores, tiene capacidad de permanencia y capacidad de reproducirse en los confusos anales de nuestra existencia colectiva. Si parte de nuestra historiografía y parte también de nuestra tradición política nos lo convirtió, en compañía de Bolívar, en hombre fundacional de nuestra república y de nuestra supuesta democracia, explorar e indagar con ojos bien abiertos su figura y su obra equivale, en muchos aspectos, a indagar sobre las fuentes de ese origen nuestro, en cuanto somos como nación y en cuanto parecemos como democracia.


Yo, personalmente, pienso que se trata de un origen perverso. Que la simulación, el engaño, la envidia y la oposición frenética a ideales de gran aliento y de verdadera grandeza, caracterizan la hirsuta personalidad de Santander; que algunas de esas características se transmutaron, por así decirlo, en especie de fuerzas históricas, que acabaron influyendo de manera desigual en nuestro proceso histórico. No es nada gratuito, y mucho menos inocente, que la tradición del poder en Colombia haya dedicado tanto esfuerzo y haya escrito tantas páginas para magnificar la gracia cínica de un hombre de tan escasos quilates morales y de tan rudimentarias convicciones políticas.

En mi novela pretendo narrar y mostrar esos hechos y esos actos que desnudan con crudeza nuestra singular tradición histórica; eso que es parte de nuestra memoria cultural, que no sólo nace sino que ha garantizado su supervivencia a partir de un engaño y de un sofisticado aparato de falsificación y simulacro.Y quizás por eso, nuestra historia se nos ha convertido mucho más en carnaval y en festín, mucho más en mascarada donde se oculta nuestro rostro verdadero ante la historia. El volver con mirada crítica a explorar los hombres y los hechos que están en el origen, en el turbulento inicio de nuestro ciclo republicano, al menos - y aunque sólo sea como placer estético - nos proporciona el goce y el divertimento de reconocer en la historia y en la tradición oficial el montaje de una obra que es comedia y es farsa, pues la tragedia, que es lo real, nadie exige que se la narren, ya que la vivimos cotidianamente.

Hace más de medio siglo, con ese escribir lúdico, penetrante, irónico e iconoclasta, Fernando González elaboró un libro de sabrosísima picardía sobre las travesuras y andanzas de éste nuestro caballero de la opaca figura. Allí esclarece los muchos pero fallidos esfuerzos que se han hecho por parte de la historia y de la verdad oficial para convertirnos a Francisco de Paula en el gran y verdadero héroe nacional. Fabricar un héroe, a pesar de que el concepto haya caído en desuso y tenga rumor de cosa antigua, es tarea compleja y seria; es estatua que no puede edificarse con los materiales deleznables de la mentira y la simple adjetivación que venga a reemplazar la ausencia verdadera de esencias y sustancias. El héroe, como el mito, es fuerza y concreciones simbólicas que recogen y expresan aspiraciones colectivas muy profundas y muy valiosas para darles a los pueblos referentes épicos y morales que los impulsen a vivir con dignidad la historia. Y en esto cómo se evidencia el origen perverso de nuestra vida institucional.


El héroe escogido, el ungido por el oficialismo para que presidiese nuestros rituales y nuestras ceremonias democráticas, es precisamente la negación de lo heroico en todas sus facetas. Es una especie de héroe negativo. En él resplandecen y cobran inusitada fuerza las virtudes que en un gobernante llevarían a los pueblos a la negación y a la disolución de sus verdaderas potencialidades. No es una afirmación gratuita o vacía, no es una calumnia o una falacia acuñada post mortem para descalificar la vida o la obra de esta especie de mito oficial que se ha construido en torno a Santander. Examinándose de manera minuciosa, crítica por supuesto, acudiendo a los contextos comprensivos y explicativos, sus realizaciones y sus actuaciones en lo público como en lo privado, se nos esfuma el supuesto legado del prócer y simple y llanamente se llega a corroborar que esas categorías negativas existen y actúan; que no son invención malévola del escritor que quiere convertir en monstruo a un personaje para posiblemente agregarle algunos atractivos literarios, sino que son elementos que, a manera de una polifonía amarga, intervienen en el escenario que hace comprensibles una vida y una época.



Para concluir esta reflexión, por cierto no muy literalmente ajustada al tema que se me propuso, quisiera decir que sólo hace muy poco tiempo se publicó mi novela, Bolívar, delirio y epopeya . Y como en Bolívar casi todo es desmesura, ese folleto de casi 800 páginas se ocupa en varias ocasiones de la figura de Santander. Allí, en ese libro, dialogan estos personajes tan disímiles, tan diametral y visceralmente distintos en absolutamente en todo. Pero como a nuestro héroe nacional se lo ha querido fabricar arrancando y ensuciando pedacitos de la grandeza de Bolívar, en el libro que viene, Las penumbras del general - penumbras, puesto que nuestro general es un hijo y un fervoroso amante de la sombra - yo deseo sacarlo un poco a la luz pública y abrigo el deseo de que la luz lo ilumine, así nos lo destruya.

He traído de referencia a Bolívar, puesto que el propio general Santander, en un extraño éxtasis sicológico, llegó a escribir en una carta que él debía de valer algo desde que el propio general Bolívar lo despreciaba. Mucha intriga y curiosidad me ha provocado esa extraña manera de percibirse del propio Santander. ¿Fundar su valor en el desprecio de otro? Por el contrario, Bolívar, que lo llamó de tantas formas, alguna vez de manera directa anotó que Santander tenía alma de fraile en cuerpo de escribano.

Ya en el propio umbral conmemorativo de una fecha trascendente en nuestros ritos, el Bicentenario de la Independencia, no deja de producir asombro y perplejidad constatar que en nuestros 200 años de fatalidad, la historia que hemos logrado construir se nos presente a veces como un espectáculo que tiene mucho de macabro. “Si no fuese por la muerte, Colombia no daría señales de vida”, ha dicho un amigo fallecido en época reciente. Por eso la pregunta por el pasado es también la pregunta por el presente. Interrogar la historia, establecer esas posibles continuidades o esas posibles rupturas que se dan en nuestra tradición, constituye casi siempre un imperativo y una urgencia vital, en especial para quienes desde diferentes ópticas aspiran a no desempeñar papel pasivo frente al cambiante flujo de su mundo.


La literatura no ha sido ni ajena ni indiferente a esa recuperación y a esa recreación interpretativa y creadora del pasado y del presente. Para citar un solo caso, valga rescatar ese aporte precioso que nos regala en dos novelas William Ospina – que creo presente en este sitio – dos novelas que recuperan la magia y el esplendor del lenguaje y del aliento poético para descifrar mucho del enigma que nos antecede.


Y por supuesto, no podría concluir sin expresar mi cálido entusiasmo y mi felicitación sincera al esfuerzo humanista y a la preocupación apasionada de este grupo de médicos que, movidos por ideales fecundos y altruistas, promueven la realización de eventos como éste, interesados en mirar y auscultar el horizonte de este enfermo grave, que es nuestro cuerpo histórico.


Finalmente, espero que las irritaciones y las mortificaciones que provoque en los amigos santanderistas mi exploración de las penumbras de su personaje, nos inciten sin temor de ninguna clase a ese debate de nunca acabar sobre cuál puede ser el verdadero sentido de nuestra historia. Nos inciten a buscar en dónde están las claves de oscuridad y, por supuesto, en dónde nacen y pueden palpitar las claves de luz que anuncien algún día que cesó la horrible noche y que por fin terminaron las penumbras.

A continuación, un capítulo de esa novela sobre las penumbras de nuestro nada iluminado general:

31

Aprovechando que el general Bolívar había partido para Venezuela para continuar la guerra, sólo pocos días después del triunfo de Boyacá, y urgido Santander de resaltar el prestigio de su flamante cargo - que no podía solamente quedar reducido a trámites y ordenanzas - resolvió por cuenta propia tomar una medida carnicera, violenta y asesina, que instalaría su nombre en los anales de la crueldad.


Estaban en calidad de prisioneros en Santafé de Bogotá el general Barreiro y todos sus oficiales, apresados después del triunfo de Boyacá. Inicialmente habían sido recluidos en un edificio llamado de Las Aulas, pero posteriormente fueron trasladados a un cuartel de caballería. Se alegó para el traslado que en el edificio de Las Aulas recibían visitas de las encopetadas damas bogotanas, lo cual era cierto, pues el coronel Barreiro era hombre en extremo apuesto y galante, que al parecer alborotaba la líbido fría y sabanera de las piadosas señoras del virreinato. Y juzgóse que esta circunstancia ponía en riesgo la seguridad.


En el cuartel de los prisioneros se aguardaba con angustiosa impaciencia que el fugitivo virrey Sámano resolviese la solicitud de canje formulada por Bolívar, lo que por supuesto se daba por descontado. Pero Santander estaba urgido de levantar cuanto antes el pedestal de su gloria. Sin ni siquiera citar a un consejo de guerra, mucho menos convocar un tribunal donde al menos se permitiese un simulacro de defensa; sin ni siquiera aceptar – como se lo solicitó encarecidamente Barreiro – una entrevista personal, para lo cual envió su diploma y sus insignias de Masón, pues ya era honorable hermano el supuesto Hombre de las Leyes, Santander ordenó la ejecución pública de todos los prisioneros.


Se sintió como un poseso y un poseído por fuerzas diabólicas e incontroladas que le nublaron por completo el juicio y arrasaron sus bien demostradas virtudes de la prudencia y sus fortalecidas y habituales prevenciones, que le evitaron tantas veces cometer acciones que le implicasen riesgo. Le estallaron furias secretas en su alma, para precipitarlo a cometer esa acción, a todas luces perversa y abiertamente ilegal y criminal. Sus cálculos políticos le resultaron engañadores y retorcidos; y sus motivaciones personales y clandestinas no hicieron más que demostrarle que tenía el alma envenenada por antiguos y dolorosos rencores, que quería exorcizar mediante ese ritual de horror e infamia manifiesta. Supuso que se vengaría y se reivindicaría del infamante rumor que colectivamente lo señalaba como a militar cobarde, sólo capaz de haber exhibido talento para diseñar sus fugas y sus retiradas. Creyó, con juvenil y turbulenta vanidad, que ejecutando prisioneros indefensos ganaría el respeto y tal vez hasta la admiración de quienes siempre lo imaginaron como un hombre incapaz de realizar grandes acciones. Consideró que, de alguna manera, él podía hacer que lo que habría de ejecutarse se considerase un acto de guerra y de legítima defensa para la recién conquistada independencia, pues los españoles de la Nueva Granada y los partidarios de la causa monárquica tendrían necesariamente que considerar que este acto de ajusticiamiento refrendaría el poder de los patriotas. Se intimidarían, el terror los haría desistir de continuar apoyando esa causa perdida. Consideró que era legítimo responder con terror al terror. ¿Acaso no estaba trémula y viva la sombra de los patíbulos que había levantado Morillo para acallar las voces de la revolución? Imaginó que el general Bolívar - y él sabría como manejar el asunto - acabaría por aceptar lo que él hiciera, simplemente por su calidad de hecho cumplido y porque además, ¿con qué autoridad moral podría el Libertador objetarlo, si él mismo había declarado y practicado la guerra a muerte y, en su pasado, los fusilamientos de prisioneros no eran precisamente una excepción?


Por otra parte, al hacerlo, le demostraría al propio Bolívar que él, como general y como vicepresidente, no se limitaba sólo a cumplir órdenes, sino que igualmente tenía la libertad y la dignidad de darlas para ejecutar acciones grandiosas. Bolívar tendría que intuir, o ir adivinando, cuáles eran las verdaderas condiciones y virtudes que a él lo distinguían para las faenas del poder.


Trató de llenar su cabeza, atolondrada y efervescente, de toda clase de argumentos jurídicos, teológicos y militares, para tratar vanamente de justificar el crimen, el feroz crimen que se proponía. Trató de darse valor y enfriar aun más su sangre fría, en esas horas previas al espectáculo macabro que orquestó con sus enfermizos deseos, ese acto que cumpliría porque así se lo dictaba su enfermiza voluntad; ese acto que él, estúpidamente, creía podría cimentar su prestigio y su autoridad de gobernante.


El día escogido para la oscura y siniestra ceremonia fue el 11 de octubre de 1819. A las seis de la mañana, él personalmente dio la orden de que sonasen las músicas militares y de que todo el aparato militar se desplegase por la ciudad, convocando a los soñolientos santafereños a la gran ceremonia.


Él no había dormido en toda la noche. Su conciencia perturbada le atravesó la horas con no pocos destellos infernales. El cólico lo había torturado de manera inmisericorde; y una rabia, y un antiguo y amargo resentimiento por muchas causas de su pasado, lo mantuvieron despierto e iracundo y sólo anhelando que viniese pronto el amanecer. A las cinco de la mañana, con la ayuda de su criado, Delfín Caballero, que ya tenía a su servicio para reforzar los ornamentos de su prestigio, le ayudó a embutirse en el vistoso uniforme de gala, con el que ufano y engreído asistiría a la fúnebre parada. También el criado lo ayudó a afeitarse. Lo regañó varias veces y varias veces le dijo que era un inútil y un imbécil.


A las siete de la mañana, los prisioneros fueron avisados de lo que se había decidido y de lo que iba a sucederles; y ellos que creían que se le venía a confirmar que el canje había sido aceptado. . . Su estupor y su terror resultarían inconcebibles. Se autorizó que unos frailes entrasen a la prisión para socorrerlos con los últimos auxilios espirituales.


En su sabiduría patibularia, el señor vicepresidente había decidido que la ejecución se hiciera en pequeños grupos. Con esa misma sabiduría, supuso que así podían casi todos los prisioneros tener el privilegio de presenciar el espectáculo. Decidió también que no se colocaran patíbulos, sino que fuesen fusilados de pie y que no les permitiese el uso de la venda en los ojos. Se escogieron como verdugos a soldados bisoños que, al desconocer el cabal uso de las armas, provocaban múltiples y horribles heridas, que por supuesto se transmutaban en gritos lastimeros. A muchos de ellos hubo que ultimarlos a sablazos. Y crecían los ayes y se volvían más penetrantes los moribundos quejidos. “Más parecía una matanza de perros”, anotó un testigo presencial. Y agregó:


Había entre los prisioneros un padre y dos hijos; todos granadinos; en la primera partida, se sacó a uno de los hijos, en la segunda al otro, y en la tercera al padre, ¡como para qué recrease su vista paternal en los cuerpos despedazados de sus hijos!”


Hay que anotar que el primer ejecutado fue el apuesto y desafiante general Barreiro. Que al llegar frente a los soldados que lo asesinarían por la valerosa orden del general de división, don Franciso de Paula Santander y Omaña, gritó con heroica altivez: “¡Viva España!” Santander miraba a través de los visillos de su despacho el acontecer de su extraña batalla.


Después de la ejecución de Barreiro, había continuado la del resto de los prisioneros. De cuatro en cuatro. Todos gritaron: “¡Viva España!” El vicepresidente, tal vez para callar esas voces valerosas, ordenó por medio de un edecán que se tocase música, música granadina. Él era aficionado a la música y a la guitarra. Se cantó La Guabina, el San Juanito y Las emigradas:


Ya salen las emigradas,
Ya salen todas llorando
Detrás de la triste tropa
De su adorado Fernando.



Le molestó que el coro estuviese un tanto desentonado. Estaba lamentándose de esas disonancias en el ritmo, cuando se percató de que algo extraño e imprevisto también acontecía en medio de la ceremonia de los fusilamientos.


Sucedió que el prisionero subteniente Bernardo Labrador, después de que se le hicieron los disparos, por hecho inexplicable, resultó ileso. Entonces solicitó la gracia que concedían las caballerosas leyes españolas en casos semejantes, es decir, la de no ser fusilado. Pero la gracia que le concedió la república liberal, gobernada por quien sería el Hombre de las Leyes, fue un bayonetazo en medio de su pecho. Y sin embargo, herido de muerte, logró derribar a quien lo hería. Fue rematado por otros soldados que vinieron en ayuda del agresor.


El público, paralizado, soportaba en un silencio puro la gran función republicana. El vicepresidente se atusaba el bigote y maldijo a su sirviente que le había provocado una tenue cortada con la barbera.


Nadie entendía, nadie tenía por qué comprenderlo, el alucinante y macabro espectáculo que les había correspondido contemplar. Silencio y estupor. Profundo e inexpresado asombro flotaba en ese ambiente de degradación y muerte.


Las ejecuciones, que habían comenzado como a las siete de la mañana, empezaron a concluir hacia las diez. La sangre se mezclaba turbulenta y acusadora con las sucias aguas de ese caño que bajaba por la Calle de la Concepción. Pero la música seguía sonando. . . desafinada. ¡Cómo mortificaba eso al vicepresidente!


Todo estaba a punto de concluir, cuando de improviso y nuevamente se presentó otro hecho que vino como a sabotear la solemnidad democrática de la función. Un español, perturbado mentalmente por los hechos, y llamado Malpica, al contemplar desde su horror y desde su incredulidad la “lucidez” macabra de aquella ceremonia, trató de pronunciar una breve e incoherente protesta contra la repulsiva masacre. Y esto fue suficiente para que su Excelencia el Vicepresidente ordenase de forma terminante que fuese fusilado. Y fue fusilado de inmediato. Un simple ciudadano, alguien que no era soldado ni prisionero. Un ciudadano que simplemente era un hombre que proclamaba su asco y su desprecio por aquel ejercicio arbitrario y pintoresco del poder, por parte de un hombre que – qué ironía – sería llamado el Hombre de las Leyes.


Concluidas por fin las ejecuciones, el general Santander juzgó llegado el momento propicio para hacer su aparición en público y refrendar con su engalanada presencia las manifestaciones de su poder. Montado en caballo nervioso, y seguido por los grupos de música que continuaban en su aquelarre festivo, pasó sobre los cadáveres. Vio esa sangre coagulándose entre el barro. Vio esos rostros aún agonizantes, mirando el infinito. Y, cosa extraña, sintió, paladeó una maravillosa sensación de triunfo, que le quitó de su boca el repulsivo hedor hepático con el que ahora andaba conviviendo.


Por la noche, el vicepresidente Santander invitó a un gran baile. Hubo mucha abundancia de licor, de aquel vino tinto que se había obtenido de la repostería del palacio virreinal, cuando Sámano huyó de Santafé de Bogotá. Mucho vino ajeno, pues generoso no era, ni sería nunca, el general Santande; tal vez sólo generoso con sus miserias.


El baile no estuvo animado, pero sí concurrido. Él se retiró pronto. Le dolía otra vez el hígado. Y Nicolasa no asistió a la fiesta, estaba horrorizada. Pero su conciencia estaba tranquila y satisfecha, también su vanidad. Por fin había un hecho notable en el historial de su poder.


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Fuente de dos de las fotos: http://www.elpais.com.co/historico/jul202008/VIVIR/far9.html Allí texto sobre el libro: Bolivar, delirio y epopeya y la novela histórica.


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Actualizó: NTC … / gra . Marzo 25, 2009 . 3:10 PM .









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