miércoles, 18 de abril de 2007

"EL LIBRO DE LAS CELEBRACIONES"


“LIBRO DE LAS CELEBRACIONES”
LANZAMIENTO
COMUNICADO DE PRENSA #001
LA FUNDACIÓN DOMINGO ATRASADO LANZA SU NUEVA PUBLICACIÓN

¨EL LIBRO DE LAS CELEBRACIONES¨
No somos el país del nunca jamás
Bogotá, 3 de abril de 2007 (Oficina de Prensa Fundación Domingo Atrasado). La Fundación Domingo Atrasado lanzará “El Libro de las Celebraciones” en el marco de la 20ª Feria Internacional del Libro de Bogotá, el próximo sábado 21 de abril a las 4:00 p.m. en el Auditorio León de Greiff.

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“LIBRO DE LAS CELEBRACIONES”, LANZAMIENTO

COMUNICADO DE PRENSA #001
LA FUNDACIÓN DOMINGO ATRASADO LANZA SU NUEVA PUBLICACIÓN ¨EL LIBRO DE LAS CELEBRACIONES¨
No somos el país del nunca jamás
Bogotá, 3 de abril de 2007 (Oficina de Prensa Fundación Domingo Atrasado). La Fundación Domingo Atrasado lanzará “El Libro de las Celebraciones” en el marco de la 20ª Feria Internacional del Libro de Bogotá, el próximo sábado 21 de abril a las 4:00 p.m. en el Auditorio León de Greiff.
“El Libro de las Celebraciones” es un proyecto que nace de la necesidad de celebrar a artistas de diferentes disciplinas, que con su obra han influenciado la cultura de nuestro país. Personajes que han sentado precedentes, que han hecho y están haciendo historia y memoria cultural, que nos han regalado a nosotros los espectadores y lectores; una razón para recordarlos, para imitarlos, para traerlos a colación del pasado, para citarlos, para darles el lugar que no han tenido por olvido o injusticia, para contarle a otros eso que ellos hacen o que ya han hecho en este país. El lector podrá asistir a una fiesta en la que encontrará alrededor de cincuenta personajes con sus respectivos celebrantes: “…quienes traen consigo, las más de las veces desde el más allá, las voces reificadas o injustamente asordinadas de los celebrados”.
Como dice Jineth Ardila en su prólogo (1) , “El Libro de las Celebraciones” busca de forma tal vez utópica que muchos dejen de pensar que somos el país del nunca jamás: “aquí nunca jamás ha habido cultura, nunca jamás tradición, nunca jamás obra o idea importante que merezcamos rescatar, valorar, jerarquizar, conservar, continuar o, para comenzar apenas, celebrar”.
Leer el “El Libro de la las Celebraciones” es como si se volviera de una larga ausencia. Es la pluma de los celebrantes que hacen que revisemos de nuevo el aporte que hicieron en el arte y el pensamiento colombiano: filósofos, historiadores, poetas, narradores, escultores, pintores, fotógrafos, antropólogos, arquitectos, etc. Con algunos de ellos hemos sido testigos presenciales de su paciente y fructífera obra.
Celedonio Orjuela Duarte

EVENTO: Lanzamiento de "El Libro de las Celebraciones"
FECHA: Sábado, 21 de abril de 2007, HORA: 4:00 p.m.
LUGAR: Auditorio León de Greiff . 20ª Feria Internacional del Libro de Bogotá
Varios autores/ Editorial: Domingo Atrasado 2007/ 150 Págs.
Contactos:
Olga Naranjo, Prensa y Divulgación. Tel.: 310 210 01 27 onaranjo70@yahoo.com
Andrea Roca, Prensa y Divulgación. Tel.: 310 210 01 27 andreotti73@yahoo.com
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(1)
PRÓLOGO
Por JINETH ARDILA


Como si fuera la cabeza de Jano, de muchas formas podríamos celebrar a la persona o la obra, o las dos juntas, en alguien que existe o existió y nos tocó en suerte conocer: algunas veces tal empresa tiene más de un matiz épico: con intrepidez, y a veces con bravura o verdadero heroísmo, hacemos un ajuste de cuentas acerca del lugar histórico que nuestro celebrado debería tener en la vida cultural del país, reclamamos para él una silla ante la mesa de quienes representan las virtudes que creemos bien vale la pena defender; aun si aceptamos que no nos sentimos capaces de seguirlo con la misma vehemencia con la que aquél marchó. Otras, hablamos con descaro, como ante un confesor, pero sin arrepentimiento: yo confieso ante ustedes que tengo una deuda enorme con quien ha sido o fue fundamental en la formación o la vocación o la persistencia en eso que define mi quehacer; y es importante hacerlo así, decirlo a viva voz, hacerlo público, sea evidente o no la influencia que aquél haya tenido sobre nosotros, pues todo inconfesable nos silencia o nos disfraza. Otras, con el corazón palpitante, como san Francisco, agradecemos la existencia del hermano lobo, su paso por la Tierra, las huellas de su paso por la Tierra, sin esforzarnos en pedir para aquella criatura el sitial que ocupa o la cueva que con seguridad ya habita. Otras nos ganamos, sin que ese sea nuestro propósito, un lugar dentro de su biografía, salvando del olvido un momento de su vida y de la nuestra (“el día en que lo conocí...”, “el último día en que lo vi...”) que no podríamos contar sino en el relato de ese encuentro. A veces nos impulsa una oscura superstición en los revenant, en volver a darle vida con nuestras palabras a aquellos que ya la han perdido, en ser partícipes y, más que partícipes, forjadores de su inmortalidad; no de esa Inmortalidad que de tan infinita escapa al deseo humano, sino de esa paradójica efímera inmortalidad que consiste en que alguien los recuerde alguna vez, relea sus palabras, continúe su obra, abra sus libros o baile al son de su música, o dirija, en fin, alguno de sus sentidos o su inteligencia hacia aquello a lo que le dieron vida. Otras veces expresamos un sentimiento puramente hedonista ante nuestro celebrado: es la gozosa admiración, el arrobo, el placer que hemos sentido ante su obra o su carácter lo que nos impulsa.

Otras, somos más solemnes, nos acercamos a nuestro ícono con un sentimiento casi religioso; se nos antoja perteneciente a otra esfera de lo humano; lo humano somos nosotros, lo inhumano le concierne sólo a aquél; celebramos ante todo su bronca genialidad. Como sea, y hagamos lo que hagamos, es curioso ver con qué nitidez pintamos siempre nuestro propio retrato hablado con las palabras con las que logramos que otro hable. Quizá esto ocurra por una necesidad interior, profunda, atávica de defendernos de aquellos a quienes admiramos. Es tan grande a veces el riesgo de dejar de ser en esos otros, que hacemos más pronunciado nuestro propio ser cuando nos les acercamos. Y no podría suceder de otro modo. Lo contrario nos malograría, como al amigo de Glenn Gould en la novela de Bernhard. De ahí que un libro como éste tenga un primer doble interés para quien lo lea: no sólo verá aparecer ante sus ojos el personaje a quien se rinde tributo, con mayor o menor realidad, con mayor o menor detalle o precisión, según el carácter de quien lo presenta, sino al presentador mismo; basta para ello leer cada texto en doble vía: por una avanza el celebrado, por la otra se devuelve el celebrante; o como ante un espejo: quizá el segundo creador, el celebrante, aparezca del revés, patas arriba; sin embargo su estilo será más afilado que nunca; el tenor de su propia palabra mostrará todos sus registros posibles, o por lo menos más de los que conocemos. Tan vívido será ese segundo perfil que se pondrá a la altura del celebrado, aun sin el consentimiento del celebrante. Pero para el lector tanto mejor: uno y otro le darán el placer de ver una relación de dos, pues, de un modo no sentimental, considero que es una experiencia amorosa la que inspira estas celebraciones.

¿Me canto y me celebro a mí mismo? No. No es ésa la conclusión a la que quería llegar. Parece tan gozoso un proyecto como éste. Imaginémoslo: ¡hagamos un libro de celebraciones! ¡Que sean más de cincuenta celebrados y otro tanto el número de celebrantes en esta primera entrega! Y hagámoslo con nuestro propio arrojo y con la generosidad de quienes participen de esta fiesta. Y, sin embargo, qué utópico esfuerzo el de los celebrantes si buscaran convencer a muchos de que, por una vez, vale la pena dejar de pensar que somos el país del nunca jamás: aquí nunca jamás ha habido cultura, nunca jamás tradición, nunca jamás obra o idea importante que merezcamos rescatar, valorar, conservar, continuar o, para comenzar apenas, celebrar. No será aquí donde se diga por primera vez que nuestro “subdesarrollo cultural” ha sido y es aún hoy una autosugestión; somos incapaces de sumar; preferimos restarle monedas a nuestro patrimonio. ¿Podemos imaginar que en ésta mi matemática de ideas de tercero elemental seamos alguna vez capaces de multiplicar? ¿Cuál es la labor fundamental que estamos propiciando para que ese patrimonio se dirija de unos pocos a otros muchos, o se transmita en el paso de una generación a otra? Ni siquiera, en la versión más bélica del intercambio generacional, se nos ofrece algo qué arrebatar, si no hablamos, por supuesto, de los cargos burocráticos que algunos llevan sobre sí, a veces como el compungido Atlas, otras como el astuto Heracles. Es ese otro legado el que nos debemos apropiar, vitalizar, para convertir en metas altas las que ahora se nos muestran transformadas, de un modo maquiavélico, en tan pequeñas empresas. Me duele el cinismo de buena parte de la que considero como mi generación, no su apatía o su escepticismo. Pero es mucho lo que podemos aprender de los mayores, de su carga de frustración y soledad, a veces, o de su generosidad intelectual, en esos “encuentros cercanos”: en el encuentro con sus obras, sus ideas, sus sueños de país; y en el encuentro con ellos mismos y su palabra más viva. De algún modo es esa palabra más viva la que aquí rezuma. Como en una conversación fluida, inteligente, se hacen presentes las voces de los celebrantes, quienes traen consigo, las más de las veces desde el más allá, las voces reificadas o injustamente asordinadas de los celebrados. No siempre se dejan oír de manera tan directa. Sin embargo, en el intento de “narrar” o “poetizar” o “discurrir” sobre esos otros ya un poco distantes encuentros cercanos, también encontraremos su vitalidad. A veces algunas desafinan, son muy agudas, o muy graves; otras hablan muy bajo y casi se vuelven inaudibles, otras dicen su verdad a voz en cuello. Pero en conjunto componen un coro que inquieta y estimula, y se propone desafiar la falsa moneda de la medianía. Aquí están, son todas suyas.
Bogotá, febrero de 2007

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ENRIQUE BUENAVENTURA
Por JULIÁN MALATESTA

Tomado del "El Libro de las Celebraciones"*. Varios autores/ Editorial: Domingo Atrasado 2007. Pags. 115 a 117.

Hay hombres que nos definen la ciudad, que marcan con su huella nuestra calle, esa forma pagana de nombrar el destino. Cuando uno es muchacho la calle es una decisión, es el lugar de la sorpresa, del asombro y del peligro, mas cuando nos invaden los años lentamente la evadimos y regresamos capitulantes al viejo orden de casa. Afuera, en la calle, se halla la equivocación, el desacierto o la fortuna. En ese sendero brumoso que siempre se está haciendo en nuestra memoria arrojamos la vida y fabricamos profesiones, oficios, nos hacemos a destrezas y forjamos el lenguaje de la conversación, y con él avisamos la celada, advertimos la picaresca de estar en tierra y participamos de las cabriolas de la inteligencia guiando a sus tropas en el bien y en el mal, en la oscuridad y en la luz.

Yo tuve la fortuna de encontrarme en la calle a Enrique Buenaventura, un hombre que forjaba una ciudad, que la estaba construyendo por fuera de los planos y de las ambiciones de los arquitectos, que la moldeaba con sueños e ideales acompañado de su tropa de teatreros y que sembraba en ellos la convicción de que el teatro era un instrumento de cambio y de transformación del mundo. Así me vi envuelto de improviso, entre hombres barbados y bellas y desarregladas mujeres que exhibían una gracia estrafalaria, que querían saberlo todo y todo lo interrogaban. Un ámbito extraño, invadido por el juicio de los razonamientos y por los desequilibrios de la imaginación.

En esa ciudad, mi ciudad, Enrique tenía la palabra, hablaba lengua extranjera y lengua nativa, discutía entre intelectuales con un inmenso afecto por las ideas y con un fino humor destruía a sus contrarios en la contienda. Era la época de los desgarramientos ideológicos y de los encendidos debates de una izquierda adolescente, sectaria, dogmática, inmadura y empobrecida por sus ambiciones de grupo, enfermedad de la que aún no logramos desprendemos. Enrique también la padecía, hay que decido, pero poseía las artes del comediante. Siempre había risa y un dejo de ironía ensayaba nuevos caminos en la disputa.

Cuando hablaba nada era definitivo, todo estaba en movimiento, todo resultaba una divertida improvisación. En su palabra Lévi-Strauss era un ensayo de comprensión del origen; Freud, la interrogación secreta de una escena; Marx, la explicación que unía a la ficción con el mundo real; Shakespeare, el maestro de la celada y el epíteto; Sófocles y Esquilo, la puesta en escena que hay que repetir de modo oculto en toda obra; Cervantes, la fuerza de voluntad, la entereza de mantenerse vivo para que el ingenioso hidalgo no perezca; Lope de Vega, quien lo educó en la trampa de la tramoya y de los efectos, quizá quien le dijo al oído que había que hacer un teatro nacional y por ello emprendió la tarea con Santiago García de poner en marcha el Nuevo Teatro; Bertolt Brecht, la síntesis de este esfuerzo, de este cruce de caminos y de saberes, de ese tortuoso tránsito de la compañía de teatro trashumante y autodidacta al teatro de sala cognitivo y profesional; dicho en sus jocosas palabras, el tránsito de Tablosky a Stanislavsky, y entonces Brecht enseñando al actor a ver su personaje en escena.

El teatro del TEC era la poesía de la ciudad urdida colectivamente; en su sala había fiesta; en ese escenario se leía poesía y se hacía música. Era el lugar de encuentro para la discusión política y las reflexiones del arte. El público de las obras del TEC, como ocurre en el teatro, era potencialmente un actor, y la puesta en escena se repetía porque ahí estaba ese público ayudando a construida. Todos esperábamos ver a Enrique, sabíamos que algo inventaba para hacemos reír. Recuerdo una simpática anécdota:

Enrique fue invitado por el M19 como testigo de los acuerdos de paz en Corinto; contaba que las gentes de esta población se abalanzaban a pedir autógrafos en un orden jerárquico muy singular: primero a Iván Marino Ospina, después a Willinton Ortiz y por último a Enrique Buenaventura; un orden que explicaba por qué estaba escaseando el público en la sala. Nosotros ya no tenemos público, pero tenemos guerrilla -agregaba. Contaba que había oído a un acalorado comandante desafiar al imperio: ¡Reagan le teme a Corinto! ¡ Reagan le teme a Florida! y un joven que lo escuchaba le gritó: ¡y Miranda qué. .. ! ¡ Reagan le teme a Miranda! -completó el orador. Quizá con esta fina ironía Buenaventura ilustró la ceguera de un proyecto que se moría en la pequeña euforia de un olvidado municipio, una ruda señal del declive, el patético espectáculo de la falta de ideas, de la ausencia de pensamiento, de la comprensión del país que tenemos.

Cuando cruzamos el umbral de los sueños y nos invadió la decepción y el escepticismo, y nuestros ideales cayeron por el suelo envilecidos por el autoritarismo y el crimen de nuestra propia orilla, Enrique siguió al frente, conduciendo una nave que ya no respetábamos, una barcaza al pairo, todavía con sobrevivientes de viejos naufragios, tercos en la tarea de orientada de nuevo hacia alta mar en medio de un horizonte gris. Los capitanes -dicen- se mueren en cubierta, con vientos adversos navegan, dan órdenes hasta la hora última y ríen de cara a la fatalidad. La vida es dura -dijo- y dura, así se despidió Enrique mi querido my dear.

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FERNANDO GONZÁLEZ. El mago de Atraparte
Celebración y semblanza GUILLERMO ANGULO

Yo estudiaba bachillerato en la Universidad de Antioquia y un día decidí osadamente ir a conocer al Maestro Fernando González. Me vestí muy a la moda de entonces: saco deportivo, corbatín, pantalones color gris oscuro, zapatos negros y medias blancas, que hacían furor entre los estudiantes. Cuando caminaba hacia la oficina del Maestro, en un segundo piso de la calle Maracaibo, no me di cuenta de que mi hermano, Eduardo, me estaba observando desde un café de enfrente a donde iban mineros y ganaderos. Después supe por él del diálogo que sostuvo con un colega. Señalándome, le dijo al otro minero:
—Mirá, ese que va ahí. Mirale las medias. Debe ser marica.
—Más dañado que agua de florero, le contestó el otro minero, sin mucha originalidad.
—Es mi hermano, le aclaró Eduardo.
El otro se puso colorado y no supo qué decir.
Mientras tanto yo subía a un segundo piso, en donde estaba la oficina del Maestro, sentado tras un enorme escritorio, y con sombrero de vaquero, de alas anchas, puesto. Me miró con sus ojos de loco (que no eran de loco sino de inteligente). Le conté –con la desfachatez que permite la juventud– que había ido sólo a conocerlo. Él me dijo:
—Le voy a regalar un libro (lo recuerdo muy bien; era El remordimiento, uno de mis preferidos). Y empezó a maltratarlo, tratando de descuadernarlo mientras hablaba mal de las editoriales colombianas. Y yo sufría, sabiendo que el libro ya era prácticamente mío. Me lo dedicó. Todavía lo tengo.
Pasaron diez años antes de que lo volviera a encontrar. Mi amigo de juventud, Alberto Aguirre, me llevó a verlo cuando regresé de estudiar en Europa. Mientras íbamos de Medellín a Envigado, Alberto me dijo que conocía a nuestro filósofo porque su papá, Pedro Claver Aguirre, que había sido gobernador de Antioquia, era su amigo, amistad que él heredó.
Me contó que Fernando González últimamente se había visto muy interesado en la naturaleza, y que una vez que iban caminando por el campo vieron dos arañas peleando. Se pusieron en cuclillas, para seguir más de cerca la pelea, y ambos estaban ansiosos de ver el final. Cuando alguien que pasaba por ahí se detuvo también y se agachó a mirar la pelea. El Maestro se levantó apresurado, cogió del brazo a Alberto y le dijo:
—Vámonos.
Caminó un rato en silencio, que rompió como a los diez minutos para decir furioso:
—Por eso a mí no me gusta el comunismo. Esa pelea de arañas era nuestra. Ese tipo no tenía por qué meterse. Cuando Alberto y yo llegamos a Otraparte –la casa del Maestro en
Envigado (hoy museo)– lo saludamos (qué se iba a acordar de aquel muchacho impertinente de corbatín) y le tomé unas fotos con su familia. Luego fuimos, con Alberto, a un cafecito cerca de su casa y, por esas trampas extrañas de la memoria, no recuerdo qué pedí yo, pero sí lo que tomó el Maestro: un Vinol, una gaseosa paisa que intentaba reproducir, sin mucho éxito, el sabor del vino. Mientras Fernando hablaba con Aguirre yo aproveché para tomarle unas fotos.
Le envié por correo las fotos y más tarde el Maestro me hizo llegar a Bogotá un libro, a manera de agradecimiento, con una dedicatoria que decía: “Guillermo: dos envidias tengo: de su barba negra y de su arte fotográfico. Usted me ha hecho las mejores fotos que he tenido y me retrató con mi boca de culo. Fernando González”.
(Imagenes y fotografías de F. González . http://www.otraparte.org/imagen/suimagen.html )
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ALEJANDRO OBREGÓN en su hora

CELEBRACION y Semblanza por JUAN MANUEL ROCA

Son las 7:30 en la noche o, por lo menos, las 7:30 en el recuerdo. Y es además el año 1991 en todos los calendarios. Menos en el de Alejandro Obregón, que siempre vivió su propio día sin ninguna servidumbre a relojes ni almanaques.

Estoy en Cartagena de Indias. Camino muy cerca de las murallas bajo un cielo de cobalto. Voy a buscar una cerveza. En un recodo de la Plaza de la Aduana me encuentro de buenas a primeras con el poeta Gustavo Tatis Guerra.

El poeta me propone que visitemos al maestro Alejandro Obregón, que alguna vez manifestó simpatía por algunos de mis poemas de El lunario circense, libro para el que Fabián Rendón realizó una serie de espléndidos linóleos y que llegó a manos de Obregón por mano de nuestro festivo editor Luis Ángel Parra. Dudo un poco pero termino aceptando, así que de pronto, en una cita a deshoras, vamos enfundados en la noche con rumbo a la casa azul y blanca del maestro Obregón.

Mientras caminamos hacia su calle, Alejandro Obregón es en mi memoria un pintor rebelde del que corren mil y una historias nacidas de su carácter libertario, de cierto talante arbitrario y autónomo como pocos. Una vez masticó un grillo que atrapó en la mesa de un bar, otra pintó un cheque en una servilleta para pagar una cuenta en un restaurante, pasaba horas enteras viendo volar alcatraces...

También se sabe que creía en la intuición y en que ella corre mucho más rápida que el pensamiento. Afirmaba que los colores sólo existen cuando se ponen sobre una superficie, que no ocurren antes, cuando no han hecho su maridaje con el lienzo o el papel, por lo cual todo color, según su teoría, debe ser inventado en cada cuadro.

Es un obseso del color que pastorea con su pincel barracudas, cóndores, Ícaros y vientos, como quien atrapa jirones del mundo. Una suerte de animal mítico que arrastra tras él un aura de leyenda.

La verdad, en un principio tuve dudas de visitar su gabinete de brujo. No es fácil aceptar que le digan a uno: —Te invito a ver a Prometeo en su peñasco, a Sísifo levantando piedras monte arriba, te invito a un concierto para flauta tocada por Orfeo. Es difícil aceptar la invitación a una plaza donde un hombre a caballo persigue al Minotauro. No se visita un mito de la misma manera como se va al fútbol o al teatro.

Pero con Obregón contaba más el deseo de ir a conocer al autor de una gran fiesta gestual y del color, que la visita a una figura alegórica.

Digo gestualidad pues en su pintura, como ocurre con los expresionistas, el gesto parece más pensante que pensado, y así suponía su talante.

De manera que el asalto a su casa lo propiciaba el deseo de ver si obra y obrero eran de la misma materia, de la misma naturaleza como lo afirmaban tantos historiadores y amigos comunes que conocían al pintor de vieja data, desde su primera etapa pictórica que me parece la más grande de su arte.

Lo había visto dos veces en una Bogotá plomiza a la que le imprimía su propio color, en contravía con atmósferas y climas. La primera vez que lo vi, lo recuerdo muy bien, cruzó frente a la fachada Art nouveau del Teatro Faenza donde yo hacía fila en una tarde de sábado, decidido a entrar mi aburrimiento a una función doble de películas, posiblemente del Oeste. Luego me enteré de que hacia los años cincuentas Obregón había vivido en la segunda planta de ese teatro y que allí había pintado su cuadro sobre la masacre de 1948.

Vi pasar a Obregón por la mitad de ese lastimoso sábado con admiración y respeto. Los primeros cuadros suyos los había visto en una galería bogotana, en la calle 24. Era su propietario un buen crítico polaco con un mal nombre para ejercer ese oficio. Se llamaba Casimiro.

Ahora sus cuadros colgaban en mi museo imaginario, en las paredes del recuerdo. Lo vi pasar y con él iba, de nuevo, un aire irreducible de rebeldía y libertad.

La segunda vez lo vi en la época cuando el presidente Carlos Lleras Restrepo había expulsado de Colombia a Marta Traba (en esos tiempos todos los pintores aspiraban a pintar con pinceles de pelos de Marta), mientras caminaba a toda prisa por el Parque de Santander, como alguien que estuviera a punto de perder el tren. Ahora me disponía a visitarlo en la amurallada ciudad del poeta de los zapatos desaliñados y viejos, un poeta que a veces, ante tanto falso y pretendido lirismo, me hace pensar que en el país de los ciegos el “tuerto es rey”.

Llegamos a la casa esquinera del pintor. Al toque de aldabón respondió una voz fuerte y decidida con un “ya voy” que salió del fondo de la casa, una voz que fue recorriendo un zaguán oscuro hacia nosotros, los visitantes.

El maestro abrió su casa, nos mostró las maletas sin deshacer que aún estaban junto a la puerta y nos dijo que llegábamos en un momento oportuno. Acababa de regresar de Bogotá, de la Clínica Barraquer, donde fue tratado de una severa dolencia en los ojos de la que habló sin ningún asomo de drama.

Veía muy poco, sólo sombras, dijo, mientras nos invitaba a la sala y servía sin previo aviso tres vasos de ron tres esquinas. La charla fue animada: nos propuso que más tarde, tras otros tragos, fuéramos a visitar a Raúl Gómez Jattin que se alojaba en un pequeño hotel cercano al centro, pero las copas siguieron una tras otra y se olvidó la visita al poeta de Cereté.

El maestro parecía más exultante de haber regresado a su casa que preocupado por su anunciada y en ese momento progresiva ceguera.

Me dedicó un libro realizado en compañía de Fausto Panesso, con una letra grandísima de escaparate y empezó, una y otra vez, a proponernos que saliéramos a beber otros tragos en La Vitrola, un sitio con música antillana, no muy lejos de su casa.

Se empeñaba en que fuéramos en su automóvil, en manejarlo él y nadie más que él. Ahí lo vi tal como era: irremediablemente terco, irremediablemente arisco a los impedimentos. Seguro y bronco. Recordé que a Obregón le gustaba, según testimonios de varios de sus amigos, manejar a veces su auto en contravía. Despreciaba a los medrosos, vivía propiciando transgresiones y en sus propias palabras pintaba solo “por contradecir, por rebelión, por un ansia de libertad”. Era difícil negársele a una petición que yo suponía una prueba personal.

Así que nos fuimos a La Vitrola en un auto conducido por una suerte de lazarillo semi-ciego, en un tramo corto que sin embargo nos resultó un largo camino recorrido en zigzag. Allí continuamos, sentados en una mesa al aire libre, hablando y bebiendo hasta la madrugada.

El dueño o el administrador del establecimiento, un hombre generoso y afable, ante esa terna de borrachos y a punto de cerrar el local, le pidió a un empleado del sitio que nos regresara a casa del maestro, esta vez mucho más seguros a bordo de su viejo automóvil. Contábamos, además, con el risueño asentimiento de Obregón que se puso a disertar con desparpajo y entusiasmo de los que agrupaba entre los “pintores que tienen su genio alojado en la mano”: Velásquez, Giotto, Rembrandt, Peruggino...

Nos despedimos en medio de risas con los mejores augurios por un nuevo encuentro que, en mi caso, nunca volvió a ocurrir. Tras cerrar la puerta no lo volvería a ver.

Ya eran las 3 de la mañana en todos los relojes, menos en el de Alejandro Obregón, que siempre vivió en su propio día, en su propia hora.
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ARISTARCO PEREA, El Balandro.

CELEBRACION y Semblanza por AMALIA LÚ POSSO FIGUEROA

Cuando el galandro yo voy tirando

todos los peces se van pegando…

así se pegan esos amores

esos amores que voy dejando

ARISTA


Aristarco Perea Copete es negro, pero de un negro distinto, parecido al color del borojó, que no es negro pero sí distinto. Nació en el Chocó, cualquier día de ningún año, y tiene el hablado altanero y pinchado, autosuficiente, que dicen mis gentes del resto del litoral Pacífico tenemos los que hemos nacido en el Chocó.

Camina erguido con pasos cortos, marcando el ritmo exacto entre sus hombros y sus pies; mueve las manos suave pero categóricamente, como igual de categóricas suenan sus palabras cuando habla y cuando canta hablando también.

Baila, envolviendo a la pareja con sus manos grandes, moviendo los pies con pasos cortos como cuando camina, para obligar al resto del cuerpo a bambolearse elegantemente, cimbreantemente, como diciéndole a la pareja echáte pa´cá.

Y es que Arista nació bailao.

Cuando era muchacho iba a los bailes peseteros, esos donde para entrar a bailar había que pagar veinte centavos. Las vitrolas se engalanaban con vestidos de madera pintados de mil colores. Cada vitrola de baile pesetero tenía su nombre: la más famosa era «El Anacobero», y retumbaban, varias cuadras a la redonda, las notas de boleros y sones. Infaltable en ese retumbar la música del jefe Daniel Santos.

Y Arista oía y bailaba.

Arista también nació cantao.

Eufemia Copete Ledesma, su mamá suya de él, cantaba alabaos en velorios veredales, y su papá suyo de él, Erasmo Perea Hinestrosa, era el primer clarinete de la banda de San Pacho en Quibdó. Él no quería que Arista fuera músico. Erasmo había quedado resentido por los celos de otros músicos, y entonces cambió las zapatillas del clarinete por la aguja de oro que lo convirtió en sastre, para vestir de gala y con pinche inglés, a muchas gentes en el Chocó. Le prohibió a Arista que hiciera música, y a los hermanos de Arista también.

Pero Arista no le hizo caso a la prohibición paterna. Decía, con frecuencia, que era como sentirse sordo frente a la prohibición, pero despierto para la música.

Y despertó, y de qué manera. A los 8 años compone El rosal, a una niña mujer de la que se enamoró de lejos, porque ella estudiaba en el internado donde trabajaba la hermana de Arista. Entonces el apellido Perea que vino de la isla de Cuba seguramente en canoa, preñado de sones y boleros, las zapatillas del clarinete de Erasmo, los alabaos cantados por Eufemia y las mujeres revoloteando en su entorno, hacen que Arista empiece a andar por los caminos de la música, su música.

Hablé con Aristarco Perea Copete por primera vez, en la Feria del Libro de Bogotá, por allá en el año 2001, en una presentación que hizo para los escritores invitados. Lo conocía de mucho antes, por sus boleros, sones, pero sobre todo por la maravilla que significaba y significa para mi oído de artillero esa especial forma de marcar acentos en las palabras, que hacían y hacen que mi cintura de negra obedezca a esa necesidad de dejarse ir en el ritmo con sensualidad.

No dejamos nunca de hablar a partir de ese momento. En «El Señor del Son», su espacio en la calle 19, nuestras conversadas podían ser interminables, sobre todo si llovía fuerte en Bogotá, porque el aguacero, siempre el aguacero, nos transportaba a nuestro Chocó y hacía que borboritaran las palabras más intensas y más fuertes que el aguacero. Sentía que lo conocía desde siempre y nos arrebatábamos las palabras porque ambos sabíamos de qué estábamos hablando.

Lo primero que me enseñó es que la música del Chocó no se toca con partitura, porque se le pierde la gracia, y me acordé de los chupacobres, como llamábamos a los músicos de la Banda de San Pacho. Y lo segundo, que esos dejes, sus dejes, que han endiablado mi cintura, no son otra cosa que la cadencia en el canto.

Le conté que mis recuerdos de niña me hacían pensar que toda la música que escuchaba en esos tiempos, exceptuando la estridencia del son que salía de los anacoberos, era de guitarra, y que nunca había tenido una explicación certera de este hecho, frente a lo que se ha denominado la cultura del tambor. Y entonces abrió los ojos mucho, muchísimo, y se puso autosuficiente, pinchadísimo como diríamos en el Chocó, puso su pose más seductora, siempre fue seductor conmigo pues los chocoanos somos seductores, y la seducción de la palabra nos encanta, pues nos permite mostrar eso que siempre han dicho nuestras gentes del resto del litoral Pacífico tenemos de engreídos los chocoanos.

Empezó hablándome de la guitarra prima y me dijo que la que hace los bordones es la armónica. Que por allá en 1944 un hombre llamado Marcelino, que era mecánico de ingenios azucareros y que llega a Itsmina, le enseña a tocar guitarra a Víctor Dueñas, la mejor guitarra que ha tenido el Chocó; él a su vez le enseña a Gastón Guerrero; Chagualo aprende guitarra con Víctor Dueñas y con Gastón y representa a Colombia en Chile con el trío Montecarlo. Nuestros músicos se iniciaron con la guitarra, fue la respuesta a mi pregunta.

Víctor Dueñas, me decía Arista, ayudó mucho en su formación. Cantó por primera vez en público con su agrupación «LaTimba», siendo muy niño, y los otros cantantes le daban coscorrones, única defensa ante la privilegiada voz de ese cantante niño llamado Arista, que ahogaba los sonidos de la guitarra que Víctor Dueñas también le enseñó a tocar.

Pasa el tiempo y un día de noviembre de 1969 llega a Bogotá con los boleros, sones, el tumbao y la chirimía que no conocía la noche bogotana. Se presentó como el chocoano pinchao que es, todo de blanco, con su inseparable sombrero panamá; refulgían bajo el sombrero sus ojos negros intensos y picarones y del terno blanco salían sus manos cuadradas, grandes, del color del borojó, moviéndose rítmicamente para tocar la clave y las maracas.

Le cantó Chocoanita a un Papa que besó tierra colombiana sin saber, seguramente, por qué un hombre negro le cantaba sobre una mujer que enamoró su corazón.

Estaría el Papa para saber de las sinuosidades del andar de las chocoanas para enamorar corazones. Pero lo que realmente Arista hubiera querido decirle al Papa es que el cura que lo bautizó en Quibdó no quería ponerle Aristarco, porque así se llamaba un compañero de prisión del apóstol llamado Pablo. Pero Aristarco se quedó, por la tozudez de Eufemia su mamá suya de él.

Seguramente el compañero de prisión del apóstol era un luchador por la paz como Arista y como Arista también un defensor de su tierra y de su gente, enemigo de imposiciones y colonialismos. Cosas contra las que Arista peleó con sus canciones y con la acidez de su humor.

De su galandro se fueron pegando muchos amores, a los que les cantó con picardía y despecho, pero siempre desde el deseo. Supongo que fue un maravilloso y enloquecido pichador, enamorado de las mujeres aun a costa de sí mismo. Por eso Arista ya no está, se lo llevó en sus alas una mariposa vagarosa y lo posó en una rama del árbol del borrachero.

Cuando llegó al final del largo viaje, se formó un corrinche y una algarabía, les dio un saludo celestial a Arsenio Rodríguez, Benny Moré y Chano Posso, también soneros famosos, sacó del bolsillo las maracas, acarició el viento con su voz de siempre y, marcó el ritmo con sus dejes, que se seguirán escuchando cada vez que alguien quiera enamorarse con un bolero, un abozao, o con un son.

Así, así, así se pegan…
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Contenido
Prólogo, JINETH ARDILA
Un poeta en casa: anotaciones sobre Ciro Mendía , FERNANDO HERRERA GÓMEZ
Fernando González, el mago de Otraparte , GUILLERMO ANGULO
León de Greiff y Aurelio Arturo, ÓSCAR HERNÁNDEZ
Enrique Pérez Arbeláez, el padre de la ecología en Colombia , SANTIAGO MUTIS D.
Germán Cardona Cruz, el sabio de Tulúa, OMAR ORTIZ
Luis Vidales y Suenan timbres, GUILLERMO MARTÍNEZ GONZÁLEZ
Gilberto Owen, ALBERTO ZALAMEA
Jorge Zalamea, visto y oído, AUGUSTO PINILLA
Carlos Martínez Jiménez, arquitecto, GERMÁN TÉLLEZ
Aurelio Arturo, señor del viento y del silencio, JAIME ECHEVERRI
Carta a Gerardo Reichel-Dolmatoff , GERARDO ARDILA
Leo Matiz: mis recuerdos de Leo, AMPARO CAICEDO
Alejandro Obregón en su hora, JUAN MANUEL ROCA
Negret: celebración del canto y el silencio, SAMUEL VÁSQUEZ
Escrito en la muerte de Fernando Charry Lara, PEDRO ALEJO GÓMEZ VILA
Biarritz-Valledupar-Bogotá: encuentros con Zapata Olivilla, EDUARDO GARCÍA AGUILAR
Otto, GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL
Rojas Herazo, cita con la luz , FELIPE AGUDELO TENORIO
Encuentros con Juan Antonio Roda , LUIS FAYAD
Don Ramón de Zubiría, el inolvidable maestro, HELENA IRIARTE
Pedro Gómez Valderrama, MARGARITA VIDAL
Jorge Gaitán Durán: la vida como, POLICARPO VARÓN
El deliberado ostracismo de Fernando Oramas, JOE BRODERICK
Enrique Buenaventura, JULIÁN MALATESTA
Guillermo Cano: celebraciones del celebro, GERMÁN PINZÓN
Cepeda Samudio: entre la creación y la vida, ÓSCAR COLLAZOS .
Rogelio Echavarría: el otro transeúnte de la cultura, ALONSO ARISTIZÁBAL
Hernando Valencia Goelkel, NICOLÁS SUESCÚN
Rogelio Salmona y el regalo del tiempo, CARLOS NARANJO
José Viñals: encuentros a la vuelta de la esquina, ROBERTO BURGOS CANTOR
Acerca de José María Arzuaga, LISANDRO DUQUE NARANJO
Aristarco Perea, El Balandro, AMALIA LÚ POSSO FIGUEROA
Nijole Sivickas: el lenguaje secreto de las cosas, RICARDO RODRÍGUEZ
René Rebetez, contemporáneo del porvenir , JUAN CARLOS MOYANO ORTIZ
Feliza Bursztyn: la abyección del objeto, AMÍLKAR OSORIO
Carlos Rojas, lucidez punzante, CARMEN MARÍA JARAMILLO
Antonio Samudio. La dama del guante verde, IGNACIO RAMÍREZ
Recordando a Estanislao Zuleta, WILLIAM OSPINA
Evocación de José Manuel Arango, PEDRO ARTURO ESTRADA
Ignacio Chaves Cuevas, PEPE SÁNCHEZ
Visión de Germán Espinosa, SEBASTIÁN PINEDA
Germán Colmenares, maestro y amigo, MARGARITA GARRIDO
Teresita Gómez: retrato en clave de piano, JOHN GALÁN CASANOVA
Joe Madrid: una conciencia íntegra y mordaz, FERNANDO LINERO
Jorge Plata Saray, el rey en la cueva , FANNY BUITRAGO
R. H. Moreno-Durán nos hacía reír, LUZ MARY GIRALDO
Samuel Vásquez, el sueño del arte y la palabra, LUCÍA ESTRADA
Miguel de Francisco, GUIDO TAMAYO
Jaime Alberto Vélez: celebración de una amistad interrumpida, PABLO MONTOYA
Andrés Caicedo, PATRICIA RESTREPO
Fabián Rendón. Linóleo de enero, MARÍA CLEMENCIA SÁNCHEZ
César Pérez Pinzón, el infatigable capitán, GABRIEL ARTURO CASTRO
Jorge García Usta: el juglar de Monteadentro, RÓMULO BUSTOS AGUIRRE
Félix Antequera: ¿te acuerdas, brother?, ALBERTO RODRÍGUEZ TOSCA
Andrea Echeverri. Una Andrea por otra, ANDREA ECHEVERRI JARAMILLO
La textualidad de Efraim Medina, GUILLERMO LINERO